Cuidar a un hijo enfermo. El mismo derecho, porque lo es, se concede o no dependiendo de la profesión de los padres. O se limita. Aunque se trate de una enfermedad grave. Aunque responda a una necesidad vital. Es el drama que están viviendo cientos de familias, ahora unidas, para acabar con esta injusticia.
En España, se puede pedir una reducción de jornada de al menos el 50%, sin pérdida salarial, para atender a un hijo con cáncer u otra enfermedad grave. En la Seguridad Social, para los trabajadores asalariados y autónomos, es lo que se conoce como la prestación para el ‘Cuidado de menores afectados por cáncer u otra enfermedad grave’, la CUME; mientras que para los funcionarios y empleados públicos se recoge como un permiso retribuido, también con una reducción mínima del 50%, en el artículo 49. e) del Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP).
La primera diferencia, sobre el papel, es que en el caso de los asalariados, las retribuciones corren a cargo de la Seguridad Social como una prestación, mientras que en la de los funcionarios son con cargo íntegro a la administración donde el empleado público está trabajando. Esto, unido a la falta de desarrollo reglamentario o desarrollos que limitan el derecho en este segundo caso, está provocando grandes problemas y limitaciones a la hora de acceder al mismo. Una desigualdad que tiene cara, que afecta a personas. Y de la que los grandes damnificados son los menores de edad, que están enfermos y necesitan de un cuidado directo, continuo y permanente.
Martín nació en junio de 2010 con una enfermedad minoritaria: una microdeleción de cromosoma 1 sin tratamiento curativo, una de las denominadas ‘enfermedades raras’. Sufre un síndrome polimalformativo que conlleva un retraso psicomotor y muchas dificultades para la vida. Su mamá, Elena, es personal estatutario (similar a los funcionarios) en el Servicio Gallego de Salud y vio como, un año después de su nacimiento, en 2011, se aprobó el Real Decreto para acogerse a esta reducción de jornada. Fue entonces cuando mantuvo una primera reunión informal con la directora de Recursos Humanos del área sur de Atención Especializada para solicitar el permiso, pero no tuvo buena aceptación. De primeras, sin darle ninguna explicación, le comunicaron que no se lo iban a conceder. No que no tuviera derecho, sino que creían que no iba a ser aceptado.
Le desanimaron para que no lo pidiera. “Anímicamente estaba fatal. Estaba hecha polvo. La situación es horrorosa”. Martín estuvo 14 meses con una sonda nasogástrica que debían quitarle tres veces al día. Los cuatro primeros meses de vida vivieron entre las UCI de neonatos de La Paz, en Madrid, y la de Vigo. Con 4 meses y medio de vida se vino en un avión a Vigo, donde trabaja y reside, “a su suerte”, pero Martín es un “campeón” y están luchando. Los viajes no han cesado, a Madrid, Santiago, Ourense… Donde haga falta.
Es la situación con la que tuvo que lidiar sin ningún permiso y por la que en 2012 solicitó una reducción del 50% del tiempo pero a su costa. No es que con ella lo tuviera fácil, porque la situación seguía siendo la que era: iba de Vigo a Ourense todas las semanas para dejar al niño los domingos en casa de sus padres, ya mayores, y recogerlo los miércoles. Un traslado que Martín tenía que hacer con una bomba de alimentación que conectaban por las noches: “imagínate a mis padres, sin formación sanitaria de ningún tipo, dándoles de comer en una sonda gástrica que a veces se atascaba y tenías que ir a urgencias para que les ayudaran o se la cambiaran. Unas peripecias increíbles. todo por la negativa del SERGAS ante un Real Decreto”.
En 2013 llegó Paula, su segunda hija, sana. Se cogió una excedencia de 9 meses tras agotar la baja de maternidad. Pero no para cuidar de ella, recién nacida, sino para Martín, que tenía 3 años y no iba al colegio. Posteriormente, agotada la excedencia, se incorporó a trabajar con una reducción de un tercio de jornada, de nuevo a su costa, hasta que en 2015 se armó de valor. Y aquí es donde comenzó su lucha. O la de Martín.
Obligada a ir a los tribunales para acogerse al permiso
Elena envía una nota administrativa al SERGAS informando de que va a acogerse al Real Decreto, pero le contestan que no. Es la primera vez que se lo niegan formalmente. Recibe la negativa en abril de 2015 mediante la que le solicitan más información y todos los informes de Martin en los que basa su petición. “Puedes imaginarte lo que supone para una mamá. Estás exponiendo la intimidad de tu hijo, estás entregando a tu empresa los informes de la enfermedad de tu hijo, es dolorosísimo. Estás leyendo todo otra vez y repitiendo un proceso que tú un poco tenías olvidado, que es el inicio de la enfermedad de tu hijo y de una condena. Digo condena porque no hay tratamiento curativo. Y eso es lo que te machaca el corazón cuando eres mamá”.
Después de entregar los informes de Martín, se lo negaron nuevamente. Tras leerlos, el segundo director de RRHH le comunicó que “no consideraban que fuera tan grave la situación como para concederle el permiso”. En ese momento, cuando cerró la puerta, decidió acudir a los tribunales, a pesar de todas las dificultades. Y es que era la única vía que le quedaba. El esfuerzo valió la pena y, cuando llegó la citación judicial, automáticamente le concedieron el 50%, que es el mínimo que contempla la ley.
El problema es que olvidaron dictaminar una resolución, pero llegaron a juicio y, para sorpresa de su empresa, este no se paralizó. La sala número 1 de lo Contencioso Administrativo no solo aprobó dicha reducción, sino que dictó sentencia firme y le concedió un 75% de exención laboral con el 100% de las retribuciones. Esta exención le fue concedida en febrero de 2016 y la mantuvo hasta febrero de 2020, siempre entregando cada 6 meses un nuevo informe sobre la situación de su hijo.
En uno de ellos, en febrero de 2020, incluyen que Martín está acudiendo a educación combinada. Un hecho que utiliza el SERGAS para reducir el permiso hasta el mínimo, hasta el 50%. Su única justificación es que su hijo estaba escolarizado, a pesar de que su discapacidad había subido del 67 al 83%. No entienden nada y no les quedó otra que presentar una segunda demanda que volvieron a ganar. Pero, de nuevo, apareció otro problema: el juez dejó una puerta abierta que resultó perjudicial. Permitió a la administración la posibilidad de revisar, si lo consideraba necesario y a su criterio, la escolarización del niño. A través de una revisión, le bajaron al 50% y le tocó otra vez demandarles, por tercera vez.
En esta última, resuelta hace un año, le hicieron declarar. Elena no sabía muy bien lo que iba a decir, pero se levantó e hizo de portavoz. Porque su relato, su historia, es la de muchas otras familias: “Yo no vengo aquí a dar pena, y no estoy pidiendo caridad, esto es un derecho. A mí me encantaría trabajar 40 horas semanales, y me encantaría tener un hijo sano, pero no es así. Lo único que pido es cuidar convenientemente a Martín, no pido nada más, poder atenderle. Por supuesto que si alguien me dijese que Martín se va a curar, yo empezaría mi vida de cero. Pero no es así. Y como hay un derecho que me ampara, me acojo a él, quiero acogerme”.
El juicio se resolvió con sentencia firme a favor de Elena, ganó. Ella y su hijo. La Sala número 2 de lo Contencioso Administrativo condenó totalmente al SERGAS y le concedió una reducción de jornada del 75% de manera indefinida hasta que Martín cumpla 18 años, que es lo que pedían en ese momento. Aunque nadie le quita lo vivido: “Son 14 años de muchísimo sufrimiento, muchas noches sin dormir, muchos trastornos de ansiedad, estrés, de visitas al psicólogo y al psiquiatra, trastornos digestivos… Muchas cosas añadidas”. Es el precio que tienen que pagar para cubrir una necesidad vital.
Un mismo hijo, dos permisos diferentes
Esta situación ha hecho que cientos de familias se reúnan en un grupo de WhatsApp. Elena pertenece a él, como Dana, otra mamá que ha vivido en primera persona las diferencias de solicitar este permiso de reducción de jornada. Tiene un hijo de 7 años y, a los 3 años y tres meses, le descubrieron un tumor cerebral. A raíz de la intervención quirúrgica, desarrolló el síndrome de la fosa posterior, que le ha causado una discapacidad motora importante.
Inicialmente, decidieron que este permiso lo solicitara su marido, trabajador asalariado en una fábrica, y no tuvieron ningún problema. Le concedieron la máxima reducción, del 99%, y se la mantuvieron hasta prácticamente el final del tratamiento, cuando Dana decidió encargarse del cuidado de su hijo. Estuvo dos años sin trabajar y cuando decidió incorporarse a trabajar, se le denegó el porcentaje solicitado que era más alto, solo se le concedió el 50%, el mínimo que contempla la ley. El mismo hijo, en la misma familia, había originado dos respuestas diferentes. Aunque se hubiera ejercido el mismo derecho bajo igual necesidad.
La negativa del SESCAM se basaba, a su juicio, en que Dana estaba buscando una excedencia pagada. Se lo pusieron de forma lícita, entre paréntesis, en el recurso de alzada. Y es una de las muchas situaciones por las que siente que, para la administración pública, son como una especie de “aprovechados”. Así le hacen sentir a unos padres que presentan estas necesidades de cuidado vitales. “No nos tratan de forma humanizada, nos convierten en un gasto”.
El mínimo que contempla la ley es una reducción del 50% pero, en el caso de los funcionarios y empleados públicos, no contemplan otro porcentaje mayor. No les permiten fijar realmente el porcentaje que necesitan en función de sus necesidades, como sí ocurre con los asalariados (para estos, la exención llega hasta el 99,9%). Dana consiguió una reducción del 75% al cambiarse de gerencia, en la misma empresa, SESCAM, y recuerda que este permiso debe ser también moldeable, dependiendo de las circunstancias personales de la familia, o de las condiciones laborales, ya que la reducción puede cambiar: “No es lo mismo trabajar en un turno de 7 horas que en uno de 12. No es lo mismo trabajar a 40 kilómetros de mi casa, como estaba antes, que a 200 kilómetros, como me ocurre ahora. Las necesidades cambian, tu organización en el núcleo familiar es distinta”.
Para Dana, que es lo que reclaman todas las familias, se trata de respetar un derecho fundamental de los menores de edad: poder ser cuidados por sus progenitores. “Esto te lo cuestionan. Mi hijo es mío. Tiene estas circunstancias que precisan de un cuidado personalizado y es mi deber cuidarlo. Su derecho es que yo pueda cuidarle”. No deberían sufrir todas las trabas, todos los cuestionamientos que reciben al solicitar este permiso, como si pareciese que quisieran librarse del trabajo: “Es una situación realmente desagradable. Mi caso es oncológico, se nos ha derivado a Madrid y yo vivo en La Roda (Castilla La Mancha), y no tiene tratamiento curativo. El seguimiento se hace en Madrid, hay muchos especialistas implicados. Vas y vienes a otra comunidad, con la incertidumbre de si mi hijo vivirá. Estamos peleando el día a día con la discapacidad que se le ha quedado, una discapacidad motora del 78%, para que, encima, nos hagan vivir esta situación”.
Voluntariamente, Dana solicitó una rebaja del 75 al 50%, porque lo necesitaba y, muy importante, tiene el lujo de poder permitírselo. Y lo cuenta explicando todas esas pérdidas económicas que subyacen paralelamente de las enfermedades graves: “Es abrir otro melón, pero la Seguridad Social no cubre la rehabilitación de este tipo de enfermedades. Si yo quiero que mi hijo se rehabilite, lo tengo que pagar yo, tengo que trabajar si quiero que se recupere algo”. Esta rehabilitación es todos los días, que incluye terapia ocupacional, terapia visual, logopeda… E incorporar todos esos cuidados a la rutina diaria. Cada minuto de la vida de las familias está dedicado al cuidado. No hay descanso, las 24 horas se les quedan cortas. “Es un grito en silencio”.
Necesidad urgente de desarrollar el permiso
Montserrat Aranda es abogada. Y también “madre la CUME”. Tiene un hijo con enfermedad grave y una discapacidad del 84% y trabaja con una reducción del 50% en una multinacional gracias a este permiso. Sus conocimientos jurídicos, al igual que su experiencia vital, le permiten conocer en profundidad el problema existente: “A mí no me afecta, no soy ni seré funcionaria, pero no podía mirar para otro lado”.
El problema radica en la falta de desarrollo reglamentario del EBEP, que es lo que está dificultando el acceso de los funcionarios y empleados públicos a este permiso, porque provoca que su concesión y modo de ejecución dependa de cada administración pública e incluso de cada lugar de trabajo.
“El derecho se aprueba para 2011, en los PGE, y se reforma el artículo 190 de la Ley general Seguridad Social, el EBEP y el Estatuto de los Trabajadores. Se anuncia el derecho prácticamente calcado pero a nosotros (los asalariados), en julio de 2011, se nos hace un Real Decreto (RD 1148/2011) donde se establece cómo se gestiona y lo que tienen que hacer las mutuas”. En cambio, el EBEP no concreta su gestión, a lo que se suma el hecho de que son las administraciones públicas las que deben hacerse cargo de su retribución. Esto hace que se esté gestionando arbitrariamente, sin criterios médicos ni de otro tipo.
Los trabajadores asalariados pueden solicitar la reducción que necesitan para el cuidado de su hijo. Lo piden a través del departamento de Recursos Humanos de su empresa y, paralelamente, solicitan el subsidio a las mutuas. Este dinero sale de la Seguridad Social y las mutuas colaboradoras son quienes lo gestionan, pero no suelen meterse en el porcentaje de reducción, sino que se fijan más en la necesidad de cuidado continuo, directo y permanente, que es lo que hay que justificar muy bien.
Para su solicitud, se aportan informes médicos muy detallados. Unos informes que se van facilitando durante todo el tiempo que se mantiene la reducción, se hace un seguimiento. En su caso, al ser asalariada, debe presentar los informes cada 4 meses. Pero, en el caso de los funcionarios, una vez más, depende de lo que le exija la administración para la que trabajan. Estos tampoco tienen un organismo detrás que vele porque el permiso se esté otorgando adecuadamente, como sí cuentan los asalariados. Si se lo deniegan, o le conceden una reducción inferior a la que necesitan, la única vía que tienen es reclamar, como le tocó a Elena. No es una opción para muchos y ahí se enmarca la tesitura: decidir entre trabajar o cuidar a su hijo gravemente enfermo.
La solución, que es lo que están reclamando, es conseguir un desarrollo reglamentario común y uniforme en toda España, que exista un marco unificado. Conseguir que, en todos los casos, exista una seguridad jurídica. Es un tema de justicia. El que un menor gravemente enfermo pueda ser o no cuidado no puede depender de la profesión de los padres. De esta necesidad surgió el grupo de WhatsApp y acciones como la petición en ‘Change’ de Lucía, una mamá de una hija de un año con enfermedad grave. Durante 16 horas al día, su pequeña tiene que estar conectada a una bomba de infusión, se alimenta de manera intravenosa, y además tiene una ostomía desde los 2 días de vida. Necesita cuidados continuos las 24 horas, pero no le han aceptado una reducción del 99% como sí hubieran hecho si hubiera sido asalariada y no funcionaria.
Montserrat, que sí lo es, recuerda cómo le cambió la vida la oportunidad de acogerse a la reducción que necesitaba. Su hijo, prematuro, estuvo 583 días hospitalizado. Y, desde que ella está en casa por las tardes, no ha vuelto a ingresar. Su objetivo era hacer una “vida normal” pero desde el momento en que nació sabía que le cambiaba la vida. Se quedó casi tres años sin trabajar, vivía en el hospital y veía el drama de todas las familias. Ella, aún así, se siente privilegiada porque tuvo y tiene el apoyo de Juan, su marido, con un sueldo decente, y pudieron permitirse permanecer durante un tiempo así. En las familias monoparentales o divorciadas se complica mucho más.
Elena lo es. Está divorciada desde el año 2020 y es quien tiene la custodia de las niñas. No tiene familia en Vigo, donde reside y trabaja. Todo su testimonio es un claro ejemplo de la necesidad extrema de que exista una igualdad: “Si en la empresa privada se solicita y se concede, que en la pública sea exactamente igual, que no haya ciudadanos de primera y de segunda. No hay niños enfermos de primera o segunda categoría, que es lo que parece con esta desigualdad. ¿Los hijos de los funcionarios son menos? Eso no se puede consentir. Es una enfermedad grave aquí y allí”.
Es prioritario establecer este marco normativo comunitario. La negativa a revisar la normativa actual estaría fomentando el quebrantamiento de un derecho fundamental y por este motivo, el pasado 21 de mayo, se reunieron con los grupos parlamentarios de PSOE y PP. Este último ha presentado una Proposición No de Ley (PNL) que fue aprobada por unanimidad el pasado martes 28 de mayo, a través de la que denuncian, con el apoyo de las familias afectadas, la “disparidad inadecuada” a la que está dando lugar esta interpretación arbitraria dependiente de cada Administración.
A esta le ha seguido una segunda PNL de Coalición Canaria, debatida este mismo jueves en la Comisión de Juventud, que ha sido también aprobada por unanimidad. Desde el PSOE, por su parte, aseguran estar estudiándolo con el Ministerio de Función Pública. En este sentido, estarían barajando la posibilidad de realizar una Instrucción Ministerial que no requiera legislar.
Lo que no hay que olvidar es que no se trata de una cuestión competencial, sino que es una disparidad que se da en todas las administraciones públicas, inclusive las autonómicas. Lo que se busca, y lo que urge, es la creación de un marco unificado en la gestión de este permiso y que responde a una necesidad de miles de familias que no pueden esperar más. Ni las de ahora ni las que vendrán.
Revivir la enfermedad una y otra vez
Pedir el permiso de reducción de jornada es un problema de por sí, pero los plazos de revisión también lo son. Principalmente porque son más cortos de lo que deberían. Hay que estudiar caso por caso pero hay familias con hijos gravemente enfermos, sin tratamiento curativo, que se ven obligados a renovar el permiso y presentar los informes con una periodicidad muy corta: “El cáncer de mi hijo no desaparece en dos meses. Cualquier enfermedad grave no lo hace. Yo entiendo que deba hacer cierto plazo y revisión, pero con un periodo de dos meses no te da tiempo. Es renovar y al mes pedir cita al pediatra para tener el informe solicitado y presentarlo con una antelación de 15 días antes de que se acabe el plazo de 2 meses aprobado. Realmente es como si fuera cada mes y medio. Y ni se te ocurra que tu hijo empeore o que se den unas circunstancias diferentes, porque entonces ya te lo cuestionan todo”.
Así lo denuncia Dana, que echa en falta la existencia de una comisión de personas especializadas que se dedique al mundo de la dependencia, que regularice y entienda las patologías. “Yo he tenido conversaciones con algún gestor y no lo entiende, no sabe de qué le hablas, porque no tiene una formación sanitaria y necesaria para evaluar de forma pertinente o correcta estos casos”. Una frustración más que se une en esta lucha, la de conseguir unos plazos mayores de renovación para aliviar la carga y que no le hagan revivir continuamente el proceso: “Ojalá mejorase, ojalá llegue un día que no tenga que pedirlo”.
Es un lamento compartido. En el caso de Elena, tiene que renovarlo cada seis meses y, aunque parezca mayor, la médico le hace el mismo comentario: ¿qué esperan que cambie? “Ojalá lo hiciera. A veces es que da la sensación de que somos nosotros mismos los que queremos estar en esta situación. Y, de verdad, no. Tengo clarísimo que empezaría mi vida de cero a cambio de la salud de mi hijo. Entregaría lo poco que tengo. ¿Dónde voy a dormir esta noche? No me preocuparía en absoluto. Mientras tenga dos brazos y dos piernas para trabajar, no creo que me faltase. Pero claro, la realidad no es así. La realidad es muy dura. Tienes que volcarte de pleno en estos niños y, a lo mejor, tienes a alguien más, como es mi caso, que tengo otra hija, a la que también le tengo que prestar atención. Y seguir con tu vida, encargarte de la casa, de comprar, de la comida. De no enloquecer, en una palabra”.
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