Un trabajador de la construcción compra un boleto de rasca y gana en su estanco de confianza al final del día y consigue una suma astronómica: un millón de euros. Gracias a este premio, la gente del pueblo se vuelve loca y empiezan a comprar de forma desmesurada premios de rasca y gana en este bar de la región francesa de Seine-et-Marne, cerca de París.
El pueblo cobró vida con el premio, aumentaron las compras, las conversaciones entre sus habitantes y la motivación de la gente en general.
Todo ocurrió una tarde cualquiera, en julio de 2025, cuando al final del día José decidió acudir al bar-tabaco Le Cyrano y comprar un rasca y gana. En medio de paquetes de Marlboros y Philip Morris que no paraban de venderse en el mostrador, Bruno Rua Da Silva, cogerente del estanco durante casi siete años, le vende un boleto especial al albañil, cuyo premio nadie se esperaba, tal y como recoge el medio francés actu.fr.
José (los nombres son ficticios) tiene su ritual de siempre: después del curro, un café; por la noche, una Coca-Cola y un rasca Millionaire. Lo rasca casi sin mirar, como quien no quiere la cosa, piensa en pillar otro boleto… y de repente, ocurre lo que nadie se esperaba.

Bruno, mientras tanto, se topa con unas cajas intactas. Coge una moneda de dos euros, raspa y… ¡zas! Aparece un millón. Se queda de piedra, habla en portugués, pide discreción. Le aconseja no comprar más. El premiado ni se lo cree, el aire se queda entrecortado de la rara tensión que hay en el ambiente.
Un pueblo revolucionado por un rasca y gana
La vida de José cambia porque era una persona que de verdad lo necesitaba, pero sin darse la vuelta del todo. Pasa menos por el bar, pero sigue levantando muros en la obra. Compra una vivienda, se casa con su mujer y, en un gesto de película, le regala a su hija una casa en las Azores. El sueño toma forma, pero con los pies en el suelo.
En el bar Cyrano, la noticia corre como pólvora. Al día siguiente, desaparecen cinco tacos enteros de Millionaire en una sentada, cuando antes tardaban más de una semana en vender uno. Las ventas vuelan, casi al nivel de los cigarrillos. La gente fantasea, se hacen planes locos, y la caja del bar sonríe con cada rasca vendido.
El local se convierte en punto de encuentro. Se saluda, se habla de suerte, se bromea con la incredulidad. El mostrador es escenario y backstage al mismo tiempo: allí se vive la tensión, la risa y la ilusión de que cualquiera pueda ser el próximo. El estanquero observa, comenta y, al final, deja que cada uno decida.
Este premio ayudará a su familia
Aurélien, un estudiante, lo tiene claro: todo es posible. Ganar da calma, abre horizontes. Con un millón, ayudaría a su familia, invertiría y seguiría con los pies en la tierra. Hablar de ello ya le ilusiona, como si sembrara la semilla de la esperanza.
Bruno, en cambio, no se engaña: cree que el trabajo es lo que da estabilidad. Se alegra por José, pero piensa en los que llegan justos a final de mes, como aquel cliente que entró justo antes y se fue con las manos vacías. El azar no tiene lógica, reparte sin mirar.
El estanquero insiste en lo mismo: cuidado con la adicción. Hay historias bonitas, pero también hay ruinas. Hace falta ponerse límites, tener un propósito, para no caer en los excesos y malgastar el dinero. Eso es aplicable al propio juego de azar.
Este millón puso patas arriba la localidad francesa de Faremoutiers, trayendo sonrisas y proyectos nuevos. El hombre siguió en su trabajo, formó una familia y fijó metas concretas. Pero la suerte es ciega. La enseñanza está clara: disfrútala si llega, marca límites y juega con cabeza. Porque un rasca puede dar sorpresas… pero hay que seguir siendo prudentes en la vida.

