A veces emigrar no es tan bonito como se imagina. Para muchos es la última salida cuando en su país no hay futuro y necesitan ganarse la vida como sea. Es lo que le pasó a Víctor, un colombiano de Valledupar que llevaba más de 16 años trabajando en la obra civil, lo que no le sirvió para librarse de tener que irse a otro país. Cuando se quedó sin empleo, envió “mil y una hojas de vida”, como él mismo cuenta en una entrevista para el canal de YouTube ‘Elandrevlog’. Pero las puertas se cerraban una tras otra. “Busqué trabajo en todos los sitios, pero era muy viejo”, le repetían.
Con la moral baja y casi sin ahorros, como le pasó al pintor Juan Manuel, tomó la importante decisión de emigrar a España, a ese continente que muchos ven como tierra prometida, pero donde la realidad para quienes empiezan desde cero es mucho más dura de lo que se imagina. De hecho, tuvo que coger esos trabajos que los jóvenes españoles no quieren o en los que falta relevo generacional, como la construcción, limpieza y otros.
Hoy vive con su esposa y sus tres hijos en Pedreguer, un pequeño municipio de Alicante. Trabaja como conductor de grúa para una empresa de asistencia en carretera. Y aunque ahora respira estabilidad, detrás hay una historia que empieza con renuncias, precariedad y noches en un trastero de dos metros por dos.
De conducir tractomulas a limpiar baños
En Colombia, Víctor condujo doble troque, tractomula y maquinaria pesada. Era su mundo. Pero al llegar a España descubrió que nada de eso tenía validez aquí.
“Puedes tener mil de experiencia, pero si tú no tienes tus carnés al día no te contratan. Mis carnés de Colombia aquí no sirven para nada”, explica con resignación. Su permiso de camión apenas se le convalidó para coche. Para volver a manejar vehículos pesados tuvo que pagar 1.600 euros en cursos.
Mientras tanto, sobrevivir significó para él trabajar de lo que fuera: desde “fregar pisos” hasta jardinería, ayudante en obras o limpieza de baños en restaurantes.
“Lo bueno es que por lo menos te pagan”, dice, aunque fueran jornadas agotadoras bajo el sol. Aprendió incluso a levantar muros de piedra, un oficio durísimo para el que pocos se ofrecen, especialmente en verano, cuando “el sol te mata”.
“Pagaba 180 euros por el cuartico de dos por dos”
Entre sus recuerdos hay uno que le quiebra la voz. Recién llegado a Dénia, un amigo le enseñó albañilería básica… pero el alojamiento que podía permitirse era un trastero.
“Pagaba 180 euros por el cuartico de dos por dos; así viví seis meses”, cuenta.
Cuando no tenía dinero para pagarlo, trabajaba por horas para el propio dueño del cuarto. “Me pagaba a tres euros la hora. Trabajaba una semana y media solo para pagar el alquiler”.
Era la realidad que muchos migrantes esconden: jornadas largas, soledad, y el salario evaporándose antes de llegar al bolsillo.
Hizo una prueba con cinco candidatos y salió elegido
Después de dos años de trabajo precario, Víctor encontró una vacante en una empresa dedicada a servicios para aseguradoras. Los conocimientos de mecánica que arrastraba de Colombia le dieron una ventaja. De cinco aspirantes, él fue el elegido.
Entró como auxiliar de mecánico y, en solo seis meses, la dueña de la empresa le ofreció un contrato indefinido. Allí comenzó su camino real en España.
“Me vio trabajar y me dijo: ‘yo te necesito’”, recuerda con gratitud.
A partir de entonces empezó a operar grúas, obtuvo finalmente su carné de camión español y consolidó una profesión que hoy le apasiona. “Dios me puso en lo que me gusta: esto de los hierros, la hidráulica, las grúas…”.
Su trabajo consiste en atender averías y asistencias: cambiar neumáticos, arrancar baterías, trasladar coches o llevar gasolina. Servicios que cubre el seguro del conductor.
Cobra entre 1.200 y 1.800 euros: “Es buen dinero”
Cuando le preguntan cuánto se gana en su oficio, Víctor lo tiene claro: depende del mes.
En invierno, los ingresos bajan; en verano, suben.
Él y sus compañeros suelen mover cifras que oscilan entre 1.200 y 1.800 euros, según turnos, guardias y carga de trabajo. “Es buen dinero, estoy contento”, afirma, especialmente después de años donde apenas podía sostenerse.
El precio emocional de emigrar
Víctor lleva cinco años sin volver a Colombia. No por falta de ganas, sino por lo que supone económicamente viajar con familia. “Para ir con mis hijos y mi esposa se me van 10.000 o 15.000 euros. Y uno quiere llegar y dar, demostrar que le está yendo bien”, confiesa.
Por eso, antes que regresar, decidió conocer Europa con su familia mediante planes y viajes más asequibles.
Pero si algo repite es su advertencia: emigrar no es para todo el mundo. Y es que según él llega un momento en que la distancia se hace larga, se echan de menos las fiestas de su ciudad natal, el vallenato que no suena igual y los 31 de diciembre tenía que trabajar, como le ocurrió mientras grababan el vídeo de la entrevista.
“Que lo piensen bien y que no lo tomen como una aventura, sino como un proyecto de vida”, aconseja a quienes quieren venir.
“Europa es muy difícil. Si eres muy de tu familia, muy de tu pueblo, aquí te cae la distancia”.
Un ejemplo más de una realidad silenciosa
La historia de Víctor es la de miles de migrantes que construyen, piedra a piedra, un futuro en un país donde empiezan siendo desconocidos. No es pesimismo; es la realidad. Una realidad que exige esfuerzo, papeleo, cursos, noches en un trastero y semanas de trabajo a tres euros la hora.
Y, sin embargo, también demuestra que las oportunidades aparecen cuando se insiste lo suficiente. Víctor, que llegó rebotando entre oficios, es hoy operador de grúa con contrato estable, una profesión que disfruta y que le permite sostener a su familia.
Un recorrido lleno de sacrificios, pero también de dignidad, disciplina y una convicción que él resume mejor que nadie: “Si uno viene a seguir adelante, lo logra. Pero no es fácil”.

