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Varios jubilados mayores de 100 años hablan claro: “Fui madre de cuatro y seguí trabajando; me apañé porque mi suegra se vino a vivir conmigo…"

Algunas jubiladas tenían que seguir trabajando a pesar de haber tenido varios hijos.

una anciana en el video de youtube
Varios jubilados mayores de 100 años hablan claro: “Fui madre de cuatro y seguí trabajando; me apañé porque mi suegra se vino a vivir conmigo…" |Canal Sur - Youtube
Antonio Montoya
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Hacer una parada en el ritmo frenético de nuestras vidas para escuchar a nuestros abuelos y abuelas es una de las mejores opciones que tenemos de saber cómo era la vida antes y cómo ha evolucionado todo hasta nuestros días. En uno de los episodios de la serie ‘Centenarios’ (Canal Sur), varios jubilados andaluces con más de 100 años recuerdan sus infancias y su juventud, muy marcada por la época de la posguerra, en la que la escasez era común en todas las casas. El contraste con la realidad que viven hoy los jóvenes es enorme.

En Sevilla, Concepción (Conchita) presume de vitalidad y memoria. “Pues yo creo que soy yo… que no parezco que tengo 100 años”, dice entre risas, antes de contar su novela laboral y sentimental, que arranca en San Juan del Puerto (Huelva) y continúa con carabineros, mili, cartillas y oficinas. Su vida encarna a las mujeres que empezaron a trabajar dentro y fuera de casa cuando “no se llevaba”. 

Se formó “en academia de taquigrafía, mecanografía y ortografía” porque su madre, “mujer de pueblo” pero moderna, no quería verla “de fregona”, y la empujó hacia el despacho. Conchita recuerda su primer cobro: “La primera vez que yo cogí mi sueldo… me parece que eran 30 pesetas”. Volvió a casa con el bolso apretado al pecho: “Parecía que me lo iban a quitar”. El dinero hacía falta: “Mi padre ya estaba jubilado con una paga muy chica”, y su hermano aún no se había colocado.

Su expediente de trabajo refleja medio siglo de España: Servicio Social, “falange”, despacho del gobernador y, después, continuidad: “La Falange se fue… pero yo seguía en mi sitio. Yo no era de nada: yo lo que quería era mi trabajo”. Se define sin rodeos: “Yo era moderna. Moderna, sí, sí”, y explica su método para sobrevivir a todas las etapas políticas: “Hay que adaptarse a lo que viene… yo me he adaptado a todo”. También a criar: “Fui madre de cuatro y seguí trabajando; me apañé porque mi suegra se vino a vivir conmigo… yo iba a trabajar, al mercado, y ella dejaba la compra”. 

El descanso, como siempre en su generación, llegó tarde: “Yo seguí trabajando hasta que me jubilé”. A los cien, mantiene la agenda llena: “Mientras las piernas me respondan, voy a seguir haciendo viajecitos”. Y, por cierto, no piensa renunciar a arreglarse: “Me pintaré hasta los ojitos hasta el final”.

La mujer que “no se quedó nunca atrás en el trabajo”

En Alcaracejos (Córdoba), la voz grave y limpia de Saturnina retrata la Andalucía donde el oficio se aprendía sin escuela. “Ella no fue al colegio… la enseñó mi abuelo”, cuentan sus nietas. A partir de ahí, horta, campo, barreras, tren y una frase que define su ética: “No se ha quedado nunca atrás en el trabajo”. 

Recuerdan cómo los oficios “de mujeres” costurera, vendedora, sirvienta, comadrona servían para trabajar en las casas de los ‘señoritos’ o gente de dinero, casi siempre sin contrato, muchas veces sin pensión cuando llegaba la edad. Saturnina jugó con los niños a “los de antes”, recitó trabalenguas y conservó el patio como un taller de vida: plantas, periódicos “para espantar gorriones” y la memoria de una juventud donde el amor se negociaba entre armitas y carabinas. Su frontera con el presente es nítida pero sin rencor: respeta lo nuevo y reivindica el valor de haber llegado aquí trabajando siempre.

Del tabaco a los olivares, “felices dentro de lo duro”

En Alomartes (Íllora, Granada), Rosalía, que tiene “98 y prontito 99”, tuvo una infancia “dura, pero… felices”. El padre trabajaba en la piedra “con barrenos”, y ella plantó tabaco desde muy jovencita: “¿Qué edad?”, pregunta el reportero; muy pronto, responde la vida. Años después, los olivares sustituyeron al tabaco y el campo siguió marcando los ritmos de casa. 

Rosalía desmiente el tópico romántico: “Que no digan que no se besaba antes… Sí que había beso. A que sí”, pero “procurando que no te vieran”. Confiesa exclusivas de su boda y una anécdota tan española como determinante: su marido “se libró de la mili por la cojera”. Tras un siglo de idas y venidas su nieta la resume rápido: “Luchadora, cariñosa, el pilar”. Rosalía llora ante la Virgen de su pueblo, ríe haciendo TikTok con la nieta, y lanza una oración muy de 2025: “Que el virus lo eche para otro lado”.

María Teresa, 102: “sin ser madre se tiene amor de hijos”

En La Algaba (Sevilla)María Teresa explica que eligió no casarse, y aun así llenó su casa de hijos prestados: “Aquí no había guardería… la única era la que ellas tenían”. Los niños aprendían “los números con la palmeta”: un toque “chiquitito, con un trocito de algodón” para que no doliera. A los 101, su sobrino le llevó flores y una tuna; a los 102, mariachis

Ella se ríe: “Tú tienes una arruga muy bonita”, le dice a cámara el reportero; “tu arruga es bella”. Antes, vivió la precariedad con el ingenio de su familia: el tío Pepe Rafael era “de los garbanzos”, compraba por los pueblos y los vendía en Sevilla. Las Chitas (sus hermanas, África, América y compañía) criaron a una tribu de sobrinos huérfanos y, si faltaba alguien en la foto, “inventaron el Photoshop” a su manera para ponerlo dentro. Su legado es puro trabajo y dedicación para cuidar a los demás: organizar, enseñar, sostener, en un país donde ese trabajo no contaba en nóminas ni cotizaciones.

Cuando trabajar era sobrevivir… y estudiar para muy pocos

La posguerra aparece como una marea negra que lo impregna todo: colas, cartillas, algorrobas, sirenas y refugios. El empleo no era proyecto, era supervivencia. Muchas aprendieron a leer a escondidas: “Me escapaba de casa para ir con mi hermano a la escuela… lo aprendí casi sola”, dice una centenaria. 

Otras convirtieron la mili en alfabetización improvisada: si sabías escribir, escribiente; si sabías conducir, chófer; si sabías guisar, cocina. La norma, sin embargo, era empezar a trabajar muy pronto y descansar tardísimo. En la voz de Conchita se entiende la aritmética del tiempo: sueldo pequeño, casa grande, “me apañé”, “seguí trabajando hasta jubilarme”. En Rosalía, el pulso del campo: tabaco, olivares, bodas sobrias, y el mismo chiste a pie de surco que salva los días. En Saturnina y María Teresa, la economía del cuidado que sostuvo barrios enteros sin contrato.

Se declaraban por carta

También cambió el modo de noviarConchita estuvo siete años de novia con Juan, “siempre con carabina”, y se declararon por carta: “Estimado amigo Juan… ‘Estimada amiga Conchita’”, hasta que llegó el “flechazo”. El primer beso fue “en la puerta, robadillo”. 

Hoy, los mismos amores caben en un selfie con mariachis, tunas y Cantores de Huelva. Lo que permanece es el orgullo del trabajo hecho y el derecho a una vejez sin sobresaltos. “Yo vieja no me veo”, había dicho otra centenaria en la serie; aquí resuena igual, pero con lápiz de labios: “Me pintaré hasta los ojitos hasta el final”.

Si algo enseñan estas centenarias es una ética sencilla y feroz. Adaptarse a lo que venga “yo me he adaptado a todo”, insiste Conchita, aprender aunque sea tarde “lo aprendí casi sola” y compartir cuando hay poco “mi madre… sacaba los platos del cocido y se los daba”, se escuchó en otro capítulo de la serie, espejo de éste. Lo que hoy llamamos empleabilidad ellas lo vivieron como salir adelante. Su jubilación no fue un trámite, fue una conquista. Y su vejez, una lección: la dignidad del trabajo empieza temprano y no se jubila nunca del todo.