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Jubilados mayores de 100 años: “A los 6 años ya estaba guardando pavos; ahora los jóvenes tienen otro sistema de disfrutar”

Trabajando duro desde muy pequeños es la forma que tuvieron estos centenarios andaluces de salir adelante.

uno de los jubilados entrevistados en el programa de canal sur
uno de los jubilados entrevistados en el programa de canal sur |Canal Sur - Youtube
Antonio Montoya
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Escuchar a quienes tienen más de un siglo de edad es remontarse a un mundo laboral donde el verbo trabajar significaba, literalmente, sobrevivir. En el primer programa de ‘Centenarios’ (Canal Sur), los protagonistas repasan infancias sin juegos, oficios aprendidos desde pequeños y trayectorias marcadas por la pobreza, la guerra y la emigración. La comparación con la vida que los jóvenes viven hoy deja muchas diferencias, sobre todo cuando se compara con jubilados que han superado los 100 años: “ya la vida es otra cosa. Ya la vida no es igual que en los años 50… ya los jóvenes tienen otro sistema de disfrutar”, dice uno de los pensionistas centenarios.

En Andalucía, esa memoria del trabajo está muy arraigada. Uno de los primeros jubilados entrevistados por el programa de Canal Sur explica con claridad cómo salió adelante, trabajando desde una edad muy temprana en oficios muy sacrificados: “pues a los 6 años ya estaba yo guardando pavos y cochinos y cabras y animales en el campo”. No había alternativa. “Yo la mili 3 años he servido, 3 años”, destaca otro de los mayores, encadenando servicio militar con jornadas eternas entre parras, ordeños y faenas de sol a sol. A veces, la escuela ni siquiera existía como posibilidad: “por circunstancias de la época no fui al colegio… yo mismo me hacía las historias, las invenciones y disfrutaba y disfrutaba”.

El empleo, entonces, era solo por tener un techo donde dormir. En los cortijos, la división del trabajo era clara entre el hombre y la mujer, eso de que una mujer hiciera los oficios duros como el de albañil no existía: “mi padre estaba de guarda y ella estaba de casera… cuando iban los señores, pues ya le guisaba y limpiaba”. En el campo almeriense, la cadena de esfuerzos cambiaba de piel a medida que cambiaba la economía: “vendí la oveja… y se encargaba, pues de los árboles frutales”, mientras el mar de plástico prendía una revolución silenciosa bajo invernadero. El dinero, escaso y vigilado, se llevaba pegado al cuerpo: “donde vaya yo va, mi dinero conmigo”.

El siglo también dejó biografías que saltaron del tajo al aula. Un poeta y maestro recuerda escuelas sin calefacción, con “unos 50 alumnos por aula” y clases “por la mañana y por la tarde, incluso los sábados”. La universidad era un lujo al alcance de pocos: “si tenía que hacer una carrera, tenía que irse a Sevilla… y no todo el mundo tenía posibilidades”. La formación, cuando llegaba, era un acto de fe íntimo, una convicción que los abuelos repitieron a sus nietos: “vosotros estudiáis para no ser como yo soy”.

La emigración fue, para muchas familias, el contrato que no firmaba nadie, pero que aseguraba pan. “Vendieron la herencia de mi madre… para pagar los pasajes” rumbo a Tucumán; el viaje no borró la identidad ni la rutina de trabajo: “seguíamos el ritmo y la todas las costumbres y la cultura española. Claro, andaluza, ¿no?”. Hubo incluso quien estuvo a punto de quedarse en el puerto, por una infección en el ojo: “ya no me quisieron dejar bajar del barco… ‘Tú te bajas conmigo’”, le dijo una desconocida que la salvó con un sombrero y unas gafas.

Quien se quedó en la sierra aprendió a contar el tiempo por inviernos. El pastor que dormía “a la intemperie… hasta tres meses” recuerda el trueque como economía de guerra: “daba leche y lo cambiaba por pan… hacía queso y todo era cambio. Entonces nunca decía, ‘nunca he pasado hambre’”. Y cuando tocó vender el rebaño, se cosió un bolsillo de piel para no perder ni una peseta: “con hilo… la cosió y se hizo un bolsillo y ahí llevó el dinero”.

“Hoy la juventud está mejor preparada, pero el trabajo ya no empieza a los 10”

La distancia con el presente se mide en años de escuela, derechos laborales y expectativas. “en general ha cambiado… la vida ha cambiado en  que ya las personas no son como antes, ya los jóvenes tienen otro sistema de disfrutar”, dice el poeta onubense, hijo adoptivo de su ciudad y docente de generaciones. Donde antes había servidumbre y jornal, hoy hay grados, másteres y prácticas; donde antes había cartas y noviazgos con carabina, hoy hay móviles, playlists y un mercado que premia habilidades blandas mientras castiga la falta de foco.

La lección que dejan estos centenarios sobre empleo es directa, incluso cuando hablan bajito: entrar pronto en la rueda, aprender algo útil y trabajar duro en ello. “Me encerraba allí y empezaba a pensar… me tenía que leer a mí mismo”; la curiosidad como oficio, la disciplina como contrato con uno mismo. Y si el trabajo no aparece en la puerta, moverse: “pues me iba a otro lado”, dice quien cruzó el Atlántico con lo puesto y regresó para empezar de nuevo.

Una vida hecha de oficio, ahorro y reconversión

El hilo conductor de estas biografías no es la nostalgia, sino la empleabilidad antes de que existiera la palabra: pastores que se hacen agricultores asegurados, caseras que sostienen casas ajenas y propias, obreros que terminan dando clase, emigrantes que vuelven con una familia más grande y la misma ética del trabajo. “No he tenido estudio… y allí así lo enseñábamos”, recuerda quien aprendió letras con un tizón sobre una lastra; “nunca dejes de bailar”, anima la hija de Manolo Escobar al abuelo que aún se endereza cuando suenan los pasodobles. La alegría, también, es una forma de resistencia laboral.

De fondo, una advertencia para 2025 que no necesita estadísticas: el tiempo es el salario que no vuelve. “Ahora da igual la edad que tengas, porque los años rompen en la orilla”, escribe el poeta. Si algo une a estos centenarios es esa certeza: trabajar al principio, sufrir un poco para después vivir mejor, ahorrar cuando se pueda y estudiar cuando se deba. Lo llamamos carrera profesional; ellos, simplemente, salir adelante.