El trabajo en el campo no siempre fue una elección, sino una necesidad. Así lo cuenta Jaro, agricultor andaluz y creador del canal de YouTube ‘JAROSALAR’, donde en uno de sus vídeos más personales relata cómo ganó su primer sueldo en el olivar siendo apenas un niño. Un caso más de agricultor desde pequeño, un oficio tradicional que también está perdiendo el relevo generacional, de ahí que cada vez veamos más inmigrantes trabajando la tierra.
“Yo tenía la edad de 11 años y por aquellas fechas era habitual que los hijos, los niños de la casa, ayudaran y ya trabajaran en el campo”, explica. No era una obligación impuesta, sino una decisión marcada por la realidad económica: “Era voluntad propia de los propios hijos que veían la escasez y la falta de dinero”.
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Trabajar suponía también una forma de crecer antes de tiempo. “A la hora de trabajar ya era como si nos sintiéramos más hombres”, recuerda, consciente de lo duro que resulta escucharlo hoy.
“Si quiere usted viene mi hijo y ya le ve usted si gana el sueldo o no”
El primer jornal llegó recogiendo aceituna en un olivar viejo de su zona. Nada estaba garantizado. “El padre le decía al patrón: ‘si quiere usted pues viene mi hijo y ya le ve usted y ve si gana el sueldo o no se lo gana’”, relata Jaro.
Aquel primer día trabajó “muy veloz cogiendo aceituna”, con la presión de demostrar que merecía cobrar. Al terminar la jornada, llegó el momento decisivo. “Mi padre le preguntó al patrón… y dice: ‘sí, sí, se lo gana tranquilo, se gana su sueldo, se gana el peón’”.
“Yo ya contentísimo de ganar el peón con 11 años”, afirma.
“Lo normal de aquella época era 30 duros, 90 céntimos de euro”
Ese primer sueldo no era simbólico, era dinero útil para la casa en tiempos de escasez. Un sueldo muy pobre pero que al menos, como explica, era algo para ayudar a su familia. Ese primer sueldo que recibió era de la siguiente cantidad:
“El sueldo que tuve era lo normal de aquella época: 30 duros, 150 pesetas, que hoy día son 0,90 céntimos de euro.”
No era un sueldo elevado, pero sí suficiente para vivir en aquel contexto. “Aquel sueldo no es que fuera excesivo, sino que era un sueldo normal con el que se podía vivir”, añade.
La campaña de la aceituna duraba “tres o cuatro meses, casi tres o cuatro meses en invierno”, entre enero y abril. Durante ese tiempo, los niños dejaban la escuela ordinaria. “De la escuela nos retirábamos esos tres meses largos”, explica, y acudían por la noche a clases particulares para no perder el hilo de los estudios.
Heladas, barro y manos congeladas: “No podíamos hacer el huevo”
Las condiciones eran extremas. “Había más humedad, la helada era mucho más potente”, recuerda. La aceituna se recogía del suelo, muchas veces congelada. “La mano se te quedaba congelada y se te quedaba sin circulación”.
El frío llegaba a inutilizar los dedos. “No podíamos hacer el huevo”, dice, refiriéndose a juntar los dedos para poder coger aceituna. Cuando eso ocurría, no quedaba otra que frotarse las manos “por los sobacos” para recuperar algo de calor.
No había guantes. “Ni pensados”, subraya. Las manos se llenaban de grietas. “Nos salían grietas por los dedos y teníamos que ponernos pomadas, recuerdo la Nivea”, para evitar que se abrieran y sangraran.
Las mujeres recogían y los hombres vareaban
El trabajo en los olivos se dividía principalmente entre vareadores y recogedores. En aquella época la gente prefería más recoger que varear porque, según explica Jaro, “el vareador tenía que subirse al olivo, porque el olivo era más grande por aquella época”, entonces tenía más peligro de caerse y dificultad para coger aceitunas. Eso sí, cobraban más. “Los recogedores ganaban unas 150 pesetas y los vareadores unas 200”, cuenta.
Por estos motivos también, “habitualmente, en aquella época los hombres eran más vareadores y las mujeres más recogedoras” de aceitunas, dividiéndose así el trabajo.
En cada olivo trabajaban varias personas. “Se ponían cuatro mujeres y dos niños”, explica. Los niños eran “más salteadores”, encargados de recoger las aceitunas que salían despedidas fuera del olivo, obligándoles a doblar continuamente la cintura.
“A todos los jóvenes nos gustaba mucho más varear”, confiesa Jaro, aunque reconoce que de pequeño le tocaba recoger. No fue hasta los 15 años cuando empezó a cobrar como vareador.
Almuerzos humildes y aprovecharlo todo
La comida era sencilla. “Un remojón con huevo y tomate”, pan, naranja y poco más. Beber agua también tenía normas estrictas. “No podías chupar del cántaro, al que chupaba le metían la rapa”, recuerda entre risas.
Nada se desperdiciaba. Al acabar la jornada, se llenaban sacos con los restos del olivo. “Nos los llevábamos a cuestas para las cabras; había que optimizar todo”.
“Había que ir muy rápido para que mereciera la pena”
El ritmo lo marcaba todo. “No se admitía estar recogiendo muy lento”, explica. Si no se recogía suficiente aceituna, no se ganaba el peón ni se volvía a ser llamado.
“Había que reflejar que ganabas el peón, hacerlo bien, recoger bastante aceituna para que otra vez te quisieran buscar”, resume.
Hoy, Jaro mira atrás sin nostalgia edulcorada. Su relato no idealiza el pasado, pero lo muestra tal y como fue. Un testimonio que pone voz a una generación para la que trabajar desde niño, ganar 30 duros y aguantar el frío del olivar era simplemente lo normal.