En la España rural de hace medio siglo, el trabajo infantil no se vivía como una excepción sino como una necesidad compartida por las familias. El campo era la escuela paralela de muchos niños que crecieron entre olivos, barro y madrugadas heladoras.
Así lo recuerda Jaro, un agricultor aceitunero que ha publicado un vídeo en YouTube en el que relata cómo ganó su primer sueldo con tan solo 11 años. Aquella paga era, en sus palabras, “30 duros, 150 pesetas que hoy serían 90 céntimos”, una cantidad que entonces tenía un valor simbólico enorme. Más allá de la cifra, lo que importaba era la emoción de sentirse útil en casa y demostrar, como él mismo afirma, que “con ese jornal uno ya se veía un hombre en el olivar”.
“Era voluntad propia nuestra porque veíamos la escasez y la falta de dinero”, relata, mientras graba en el mismo olivar donde empezó a trabajar. Explica que era habitual que los hijos ayudaran en el campo desde muy pequeños, ya que no solo era una cuestión económica, si notambién una forma de sentirse mayores. “A esa edad ya queríamos trabajar para sentirnos más hombres”, resume.
El frío que les impedía mover los dedos
El agricultor reconstruye un paisaje muy distinto al que se ve hoy. Había más lluvias y las heladas eran más duras. La aceituna caía al suelo y terminaba literalmente incrustada en el hielo. “El frío provocaba que no podíamos hacer el huevo”, explica, utilizando la expresión que usaban en el campo para describir el gesto de juntar los dedos y poder coger aceitunas. “La mano se quedaba congelada y sin circulación. Había que frotársela por los sobacos y calentarse como fuera”.
Jaro cuenta que no existían guantes, algo que a un trabajador actual le resultaría impensable. Las manos se agrietaban hasta sangrar y los niños recurrían a la mítica pomada Nivea para suavizar las heridas.
Además, la humedad formaba carámbanos alrededor de cada oliva. Arrancarlas del suelo era un ejercicio de fuerza y velocidad. “Había que recoger rápido porque si no no se ganaba el Peón”, recuerda. Todo dependía de demostrar que el ritmo y la destreza eran suficientes para justificar el sueldo.
Ese primer día de trabajo lo vivió con una mezcla de nervios y orgullo infantil. Su padre preguntó al patrón si el niño se había ganado el jornal y la respuesta aún la repite emocionado. “Sí, sí, se lo gana tranquilo”. Aquel “se gana el Peón” le marcó para siempre.
La campaña de la aceituna duraba entre tres y cuatro meses, por lo general desde enero hasta abril. En muchas familias, eso significaba dejar la escuela durante toda la temporada. Para evitar que los niños perdieran el curso, se habilitaban clases nocturnas impartidas por maestros particulares. Jaro acudía por las noches, cansado tras la jornada, como tantos otros chavales de su generación.
El trabajo era duro y estaba muy marcado por el temporal. Si llovía durante quince o veinte días seguidos, no se podía ir al olivar. Cuando regresaban, encontraban las puertas donde las mujeres recogían aceituna totalmente empapadas. Improvisaban hogueras con los cogollos de los olivos para secar la ropa mientras el vapor ascendía como una niebla cálida en mitad del campo frío.
Las diferencias entre recogedores y vareadores
En aquella época, el sueldo variaba según el tipo de labor. Los recogedores cobraban unas 150 pesetas y los vareadores alcanzaban las 200. La diferencia estaba en la dificultad del trabajo, ya que varear implicaba subirse al olivo con el riesgo de caerse.
“A todos los jóvenes nos gustaba más varear”, confiesa. Era un símbolo de mayor experiencia y también de prestigio entre los trabajadores. Él mismo pasó de recogedor a vareador a los 15 años.
El relato incluye incluso cómo se fabricaban las rodilleras artesanales para no destrozarse las piernas al estar horas hincados en el suelo. Su madre le cosió una ceñida con un trozo de hule y telas viejas, un invento humilde pero efectivo.
Al final de su vídeo, Jaro menciona de nuevo la cifra. “Mi primer sueldo fue de 30 duros, 150 pesetas y hoy 90 céntimos”. Una cantidad simbólica que permite medir cómo era el nivel de vida. Nada sobraba, todo se aprovechaba, desde los tallos de los olivos para alimentar cabras hasta los restos del almuerzo en una fiambrera de metal.

