La guerra de Afganistán, la más larga de la historia de Estados Unidos, asoma a su ocaso con triunfo final para los talibanes. Veinte años después de que fueran expulsados de territorio afgano por las tropas militares estadounidenses y la colación internacional de apoyo, el grupo militante nacionalista consumó este lunes 16 de agosto su venganza, tejida tanto tiempo a la sombra.
Aprovechando la apresurada retirada del ejército estadounidense y de sus aliados tras el acuerdo alcanzado por el Gobierno de Donald Trump con los talibanes, éstos acometieron una rápida acometida por las ciudades más importantes de Afganistán perpetrado, a punta de fusil, con la toma del palacio nacional y su presidente, Ashraf Ghani ya huido del país. Las impactantes escenas de gente colgándose de las alas de los aviones del aeropuerto de Afganistán tratando de huir de forma desesperada refleja el temor de los ciudadanos afganos, sobre todo las mujeres -las más expuestas-, a la reinstauración de su extremista interpretación de la ley islámica.
¿Qué y quiénes son los talibanes?
Los talibanes son un grupo político - religioso islamista sunita nacido en la década de 1990 en reductos campesinos y estudiantiles de las escuelas islámicas de Pakistán y Afganistán. De hecho, la palabra talibán significa, en lengua pastún, “alumno, buscador o estudiante”. También se les conoce como Emirato Islámico de Afganistán.
Este movimiento ultraconservador, que posee una visión extremista y estricta de la interpretación del Corán y de lo que tiene que ser el islamismo, fue ganando progresivamente fuerza en la vertiente cardinal sur de Afganistán con la adhesión de los viejos combatientes de la facción guerrillera -ya desaparecida- muyahidín que combatieron a la extinta Unión Soviética en su intento de tomar la nación afgana en los años 80.
A pesar de que su mensaje, según el grupo, es el de “restaurar la paz y la seguridad y hacer cumplir su propia versión austera de la Sharia, o la ley islámica”, nunca por “la fuerza”, remarcan, consolidó su brazo armado mediante el uso del terrorismo, la opresión a mujeres y minorías con la coerción de derechos fundamentales y el miedo, una inusitada violencia para los desertores y determinadas atrocidades culturales. Tal fue su elocuencia que cuando se hicieron los mandos de Kabul, la capital, en 1996, aprovechando para ganar la guerra civil el colapso del régimen comunista de entonces, colgaron a su presidente, Mohammad Najibullah, asesinado a las puertas del Congreso.
Lo siguiente que hicieron, una vez instaurados en el poder, fue dar cuenta de ello aplicando su islamismo más extremo y radical. Denostaron de la vida social a las mujeres, encadenándolas al hogar bajo el yugo marital, condenándolas a la invisibilidad física del burka y prohibiéndoles el acceso a la enseñanza. Además, acribillaron a cualquier oposición política o mingoría religiosa que les hiciera frente o no comulgara con sus ideales. Asimismo, prohibieron la fotografía, el cine o la música.
Su efervescencia, y también final, llegó en 2001, con los atentados del 11 de septiembre al World Trade Center en Nueva York y al Pentágono en las afueras de Washington. Las potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, querían frenar la práctica de los talibanes de dar asilo a agrupaciones terroristas que tomaban a Afganistán como centro de operaciones, financiados por el tráfico de drogas y otros países como Arabia Saudí.
Precisamente de allí, exiliado, emigró Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda y autor de uno de los mayores ataques terroristas que se recuerda. Tras el 11-S, el país gobernado por Bush reclamó su extradición para ser juzgado allí, pero la negativa de los talibanes instó a los estadounidenses a contraatacar con fuerza para expulsar a los talibanes de territorio afgano.
¿Qué quieren los talibanes en Afganistán?
Tras su caída y la muerte de líderes como Bin Laden en Pakistán o la del líder talibán que presidió Afganistán en ese periodo, Mullah Mohammed Omar, y la de su sucesor Mullah Mansour, los militantes se refugian en zonas montañosas colindantes y países vecinos como Pakistán, Arabia o Turkmenistán, desde donde continúan, aunque en minoría, cometiendo atentados.
Hasta que llegó Donald Trump a la Casa Blanca. El empresario, en un acuerdo sin precedentes y criticado por los militantes y colaboradores estadounidenses en Afganistán y que no lograron que Biden lo revocara, acordó con los talibanes en una reunión celebrado en Qatar en 2019, retirar las tropas nacionales del país afgano y liberar a sus prisioneros. El requisito, que éstos cortaran lazos con organizaciones terroristas.
A pesar de los avisos de la Organización de la Naciones Unidas (ONU), que veía “imposible evaluar con confianza que los talibanes estarán a la altura de su compromiso de reprimir cualquier amenaza internacional futura que emane de Al Qaeda en Afganistán” y que el efecto corruptor del tráfico de drogas seguía presente, se comprobó como los niveles de violencia crecían hasta desembocar en su vuelta al poder.
Su intención, la misma que hace dos décadas, instaurar su estricta visión de la ley islámica. Sin embargo, los talibanes se han encargado de limpiar su imagen. Durante los procesos de negociación anunciaron su pretensión de un “sistema islámico genuino” para Afganistán que reconozca ciertos derechos para las mujeres. Entre ellos, la posibilidad de estudiar y permitir que periodistas u ONGs trabajen en el país, según avanzó el portavoz talibán Sohail Shaheen.
Pero la ONU, reticente, vuelve a avisar. “El mensaje sigue siendo inflexible y no muestra signos de reducir el nivel de violencia en Afganistán para facilitar las negociaciones de paz”, afirma su Consejo de Seguridad en un informe reciente, que concluye que “la intención de los talibanes parece ser continuar fortaleciendo su posición militar como palanca” para conseguir lo que desean por la fuerza.
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