Afganistán, el país de la guerra más larga de Estados Unidos, regresa al pasado. Concretamente, a 2001, año en que las tropas estadounidenses y la coalición de ayuda internacional derrocaran del poder afgano al régimen talibán. Ahora, 20 años más tarde y a menos de un mes del vigésimo aniversario del mayor atentado terrorista que se recuerda, el 11 S, los talibanes vuelve al poder para cerrar el círculo, de nuevo, con la toma de Kabul consumada el pasado 16 de agosto.
Si para uno ha sido la guerra más larga, para Afganistán y sus civiles, los más perjudicados en un bucle sin fin de terror, atrocidades y masacre, es la guerra eterna. Explicamos las claves de la guerra de una nación que, como otras como Vietnam o Siria, continúa viendo la esperanza y prosperidad a una eternidad tras casi medio siglo de conflicto continuado armado.
Una guerra perpetua
La maldición del país asiático comienza en 1979. En plena Guerra Fría, la extinta Unión Soviética aprovecha la coyuntura de un país deshecho en casi todos sus niveles para colocar en Kabul, su capital, un gobierno comunista adyacente. En respuesta, Estados Unidos alimentó militarmente a ese grupo político - religioso en pleno crecimiento de ideales extremistas que eran los talibanes, aún sin autoproclamarse por ese nombre.
Estos, tras diez años de contienda lenta y silenciosa, aprovecharon el agotamiento de la URSS, que decidió retirarse de Afganistán, para hacerse finalmente con el poder en 1996. Culminaba así una estrategia similar a la que ha llevado a cabo con la toma de nuevo del palacio presidencial de Kabul y la marcha de su presidente Ashraf Ghani, la de esperar agazapado para asestar el golpe definitivo en el momento justo.
En su periodo más álgido, de 1996 a 2001, los talibanes hicieron un infierno la vida de mujeres, minoría y cualquier desertor u oposición y dieron banda ancha a organizaciones terroristas, lo que provocó la intervención de EEUU, diversos ejércitos internacionales y organizaciones de protección de derechos fundamentales.
A pesar de que bien se pudiera pensar que era el fin de la guerra con la caída de nuevo de los talibanes, los niveles de violencia alcanzaron su cota máxima, según informes de Amnistía Internacional, máximos en 2014. Hasta ese pasado 16 de agosto, cuando la institución cifró entre 500.000 y un millón de muertos la guerra con los soviéticos y cerca de los 150.000 a partir de la llegada de los americanos.
Corrupción
Pero las devastadoras consecuencias no solo se miden en fallecimientos, también en la herencia nacional. El trauma bélico ha dejado un campo de minas político, cada uno por su lado. Desde la victoria estadounidense y la coalición internacional en 2001, el país está partido y con dos Gobiernos: el central, en Kabul, que rige sobre las capitales y grandes urbes (once millones de personas) y el periférico, de los talibanes que tienen bajo su yugo del terror y la opresión a casi trece millones de personas de las zonas rurales.
Pero hay una tercera zona, la que ‘recibe las balas’, la frontera entre ambas, que agrupa al restante número de los 35 millones de población total que posee Afganistán y en la que ha sucumbido un ejército afgano inferior cualitativa y cuantitativamente. Eso sin contar los casi tres millones de refugiados repartidos por el mundo, con Pakistán, Irán, Turquía y Europa, que cifra la ONU.
Al Qaeda y Osama Bin Laden
Los dos nombres que suponen el punto de inflexión en la guerra de Afganistán. A cambio de financiación y de satisfacer su arsenal de armas, los talibanes dieron asilo y centro de operaciones a grupos terroristas, con Al Qaeda como cabeza de cartel. Esto alertó a organizaciones internacionales, y especialmente, EEUU, que quiso frenarlo. Como respuesta, Bin Laden orquestó un ataque terrorista de dimensiones incalculables el 11 de septiembre de 2001 al World Trade Center en Nueva York y al Pentágono, en Washington.
Después de que los talibanes lo ocultaran para evitar su extradición, Estados Unidos contraatacó con fiereza, en conjunción con el gobierno británico, con la operación Libertad Duradera que finaliza con los talibanes claudicando en noviembre de 2001, con la ONU y OTAN estableciendo la Fuerza Internacional de Seguridad y Asistencia (ISAF) en el país y con Karzai siendo elegido presidente en las primeras elecciones libres en 2004. Un año antes, aunque quedaron establecidos en las bases militares, Estados Unidos anunció el fin de las operaciones de combate, que finalizaron de forma oficial con la muerte de Bin Laden el 2 de mayo de 2011 en una operación secreta en Islamabad (Pakistán).
El acuerdo de Donald Trump
Acabar con “guerras sinsentido”. Ese fue uno de los mensajes del popular empresario para llegar a la Casa Blanca, fructificado en un acuerdo con los talibanes en 2019 para acabar de retirar sus tropas de Afganistán antes de septiembre de 2021 y liberar a sus prisioneros si éstos cortaban lazos con el terrorismo. Una negociación a tres bandas, si tenemos en cuenta la de la propia nación afgana con el régimen talibán.
A pesar de que se mostraron reticentes los colaboradores y residentes allí, incluido el gobierno afgano por verse desprotegido, el nuevo presidente norteamericano, Joe Biden, no solo continuó con el acuerdo para no “traspasar una guerra que ha implicado a dos presidentes, dos demócratas y dos republicanos”, si no que aceleró un proceso de retirada caótico que aprovecharon los talibanes para consumar su escalada progresiva hasta Kabul.
¿Vale la palabra de los talibanes? La Sharia y los derechos fundamentales
Los talibanes han practicado un blanqueamiento de su radical imagen desde que cayeran derrocados en 2001. O al menos han tratado de hacerlo. Sin embargo, Amnistía Internacional cifró en 2014 como el momento de violencia más efervescente de la guerra de Afganistán y la ONU ha vuelto a dar cuenta de que su intención sigue siendo usar su brazo militar para conseguir lo que quieren: es decir, terrorismo.
Nada más llegar a Kabul, anunciaron amnistía internacional, además de respetar, dentro de La Sharia, los derechos fundamentales humanos, y sobre todo de las mujeres, con algunas de ellas tomando las armas para evitarlo. Ellas son las grandes perjudicadas por la extremista visión del Islam y su libro sagrado, el Corán y que, sin embargo, contempla actos de represión y castigo como penas de muerte, palizas, flagelación o amputación. Un discurso nacional extremista suavizado del que muchos, sobre todo las organizaciones internacionales que velan por los derechos como la ONU o la OTAN, no acaban de fiarse. Más después de que se conociera que los talibanes se aprovecharon de la armamentística y estructura militar estadounidense a traición para culminar su ascenso al poder.
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