La inestabilidad laboral y el complejo proceso para obtener una plaza fija en el sistema educativo español empujan a muchos docentes interinos a buscar oportunidades fuera del país. Por esta razón, irse se ha convertido en una alternativa para quienes buscan certezas y mejores condiciones. Sin embargo, trabajar en el extranjero no siempre garantiza esta mejoría.
Esta es la realidad de Ana, una maestra jiennense de 37 años que ha desarrollado parte de su carrera en varios destinos europeos. Interina desde sus inicios, cada curso depende de las llamadas del Ministerio de Educación o de las delegaciones provinciales para saber si tendrá trabajo.
De Andalucía a Europa: una carrera marcada por la movilidad
Ana comenzó su trayectoria profesional en un colegio concertado de Andalucía. En 2017 dio el salto al extranjero por primera vez, con un destino en un colegio español en Lisboa. “Yo ya conocía la ciudad porque había vivido allí antes con una beca Erasmus y luego trabajé de recepcionista en un hotel”, ha explicado en una entrevista al diario Artículo14.
Volvió a Andalucía, en 2022 y consiguió una vacante en un colegio español en París, al que se fue para dar clases de Educación Física y Lengua Española. Fue en ese momento cuando, a pesar de haber sido una experiencia positiva, tomó conciencia de la desigualdad que afecta a los docentes interinos que se marchan fuera.
Mientras los funcionarios reciben importantes complementos salariales, los interinos perciben sueldos muy inferiores por el mismo trabajo. “Nosotras cobrábamos 1.500 euros al mes y nuestros compañeros funcionarios más de 7.000 por el mismo trabajo”, denuncia. Una diferencia que califica de “brutal” y que, pese a las quejas reiteradas, sigue sin solución.
No llega a fin de mes
Este curso Ana ha vuelto a Francia, ha aceptado un destino en una localidad situada a pocos kilómetros de Ginebra. La decisión estuvo marcada por la falta de alternativas en Andalucía. “Acepté porque no tenía vacante en Andalucía, pero no sabía hasta qué punto sería viable económicamente”, admite.
Su salario no cubre el coste de la vida en la zona, apenas cubre los gastos básicos. “Gano 1.500 euros netos y pago 1.100 de alquiler”, explica. “Estoy tirando de ahorros”. La comparación con los sueldos del país vecino resulta inevitable: “Allí el salario mínimo son 4.000 francos suizos. Aquí, con lo que cobro, apenas llego a fin de mes”.
A pesar de la precariedad, Ana persiste en seguir trabajando. Prefiere acumular experiencia antes que quedarse sin empleo. Sin embargo, intentó reclamar la desigualdad salarial ante el Ministerio de Educación, pero la respuesta fue desalentadora. “Me dijeron que, si no estaba de acuerdo, podían revocar mi nombramiento”, relata.
La situación en las aulas tampoco ayuda
Ana trabaja en un instituto francés y esta es la primera vez que da clases a alumnado de Educación Secundaria. Reconoce que este cambio, acostumbrada a la educación primaria, ha sido complicado. “A veces hablas y no te escuchan, se dan la vuelta, se quitan las zapatillas en clase”, cuenta.
Una de las situaciones más tensas que ha vivido ocurrió cuando una alumna llegó a intimidarla. “Pensé que lo siguiente iba a ser un bofetón”, confiesa. En Francia, explica, los profesores no pueden expulsar a los alumnos del aula, lo que complica la disciplina y genera una sensación constante de agotamiento. “No me esperaba que fuera tan duro”.
Ana cree que el problema es generalizado en Europa. “Los niños ya no tienen límites. Hemos pasado de educar con autoridad a no decirles nunca que no”, reflexiona. Considera que la falta de normas está afectando al nivel educativo y que cada vez se les exige menos al alumnado.
A medio plazo, Ana solo se ve regresando a España. “Siempre pienso en volver a España. Solo necesito una vacante estable allí”, afirma, mientras sigue ejerciendo su vocación a la espera de poder regresar a las aulas de su país.

